Del Papa Francisco en la velada de oración:
“Carlos de Foucauld intuyó, quizás como pocos, el alcance de la espiritualidad que emana de Nazaret. Este gran explorador abandonó muy pronto la carrera militar fascinado por el misterio de la Sagrada Familia, por la relación cotidiana de Jesús con sus padres y sus vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración humilde. Con- templando a la Familia de Nazaret, el hermano Carlos se percató de la esterilidad del afán por las riquezas y el poder; con el apostolado de la bondad se hizo todo para todos; atraído por la vida eremítica, entendió que no se crece en el amor de Dios evitando la servidumbre de las relaciones humanas, porque amando a los otros es como se aprende a amar a Dios; inclinándose al prójimo es como nos elevamos hacia Dios. A través de la cercanía fraterna y solidaria a los más pobres y abandonados entendió que, a fin de cuentas, son precisamente ellos los que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.
Para entender hoy a la familia, entremos también nosotros – como Carlos de Foucauld– en el misterio de la Familia de Nazaret, en su vida escondida, cotidiana y ordinaria, como es la vida de la mayor parte de nuestras familias, con sus penas y sus sen- cillas alegrías; vida entretejida de paciencia serena en las contrariedades, de respeto por la situación de cada uno, de esa humildad que libera y florece en el servicio; vida de fraternidad que brota del sentirse parte de un único cuerpo.
Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad a reconocer siempre su dignidad, su consistencia y su valor, no obstante las muchas penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar. En la «Galilea de los gentiles» de nuestro tiempo encontraremos de nuevo la consistencia de una Iglesia que es madre, capaz de engendrar la vida y atenta a comunicar continuamente la vida, a acompañar con dedicación, ternura y fuerza moral. Porque si no somos capaces de unir la compasión a la justicia, terminamos siendo seres inútilmente severos y pro- fundamente injustos”.
Intervención de Hervé en el Sínodo
Hay un proverbio oriental que dice: “Antes de juzgar a nadie, cálzate sus sandalias”… Paradoja del asunto: la mayoría de nosotros somos solteros. Somos, sin embargo, los testigos de tantas familias que son para mí un modelo de santidad: son ellas las que nos acogerán en el Reino…
Pero, a veces, sufro de todo lo que nuestra Madre Iglesia puede imponerles sobre sus espaldas, cuando nosotros no seríamos incluso capaces de soportarlo, como dice Jesús a los fariseos… Pero ¿sabremos al menos escucharlos, oír sus sufrimientos, sus propuestas, sus anhelos de ser reconocidos y de sentirnos cercanos?…
Porque hay muchas mujeres y hombres que sufren por sentirse rechazados por sus pastores… Pienso en las mujeres africanas cristianas, esposas de un marido musulmán polígamo que conocí en Camerún donde he vivido: estas mujeres se sentían excluidas de la Iglesia, sin acompañamiento, muy solas… Pienso, entre muchas otras, en una familia amiga belga a la que una de sus hijas les anunció su orientación homosexual, se puso a vivir con otra chica y decidió tener un hijo mediante “fecundación artificial”; entonces surge la cuestión de saber cómo reaccionar como padres cristianos: ¡qué tesoro de delicadeza, de ternura, de cercanía le prodigaron!… La Iglesia es también familia y debería tener las mismas actitudes hacia estos hombres y mujeres a menudo desamparados, con la duda y las tinieblas, sintiéndose excluidos: ¿qué cercanía? ¿Qué forma de acompañarlos?… ¿Cómo actuó Jesús y que haría en nuestro lugar?… como se preguntaba Carlos de Foucauld. Estuvo lleno de compasión frente a las multitudes desamparadas… Dio esperanza a la samaritana hablando con ella, esa extranjera herética a ojos de los judíos, que tenía cinco maridos. “Si conocieras el don de Dios…”
Hay muchos hombres y mujeres -sin hablar de los niños que son siempre las primeras víctimas- que tienen necesidad de ternura y de amor, necesidad de que se les abra la puerta: aunque sean divorciados vueltos a casar, homosexuales, esposas de familias polígamas…, son hermanos y hermanas de Jesús, así pues son nuestra familia. Todos pecadores, estamos invitados a amarnos los unos a los otros y a dejarnos confortar y curar por Jesús que vino no para los sanos sino para los enfermos… La Eucaristía es el alimento de aquellos que están en camino para formar el Cuerpo de Cristo…
La Misericordia de Dios es para todos. Jesús no vino para juz- gar sino para salvar lo que estaba perdido… Sin embargo dio a los apóstoles y a sus sucesores una gran responsabilidad a la luz de su misericordia: la de atar o desatar. Estemos unidos firmemente a Jesús y dejémonos desatar por el Espíritu que nos libera y nos vincula juntos a la Vida… Cuando los fariseos criti- can a los discípulos por arrancar las espigas de trigo para comer un sábado, Jesús considera primero a la persona humana que tiene hambre, antes que cualquier desobediencia a la Ley (Cf. Mt. 12,1-8). En este Sínodo, tenemos que mirar con compasión a aquella y aquél que tienen hambre de misericordia, de cercanía y de reconocimiento, hambre de Jesús que nos pone en pie, nos alimenta y nos da la Vida… ¿Seremos los discípulos de Aquel “que no quebró la caña cascada, ni apagó la mecha humeante”? (Cf. Mt. 12, 20). Pongámonos, como Jesús, a la escuela de Nazaret, haciéndonos cercanos y hermanos de los que viven en esta nueva “Galilea de las Naciones…” Si la Iglesia es la familia de las familias, ¿a qué revolución de proximidad, de ternura y de misericordia está invitada y es esperada…?
Papa Francisco –Extractos del discurso de clausura
Seguramente no significa que se hayan encontrado soluciones exhaustivas a todas las dificultades y dudas que desafían y amenazan a la familia, sino que se han puesto dichas dificulta- des y dudas a la luz de la fe, se han examinado atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder la cabeza bajo tierra.
Significa haber tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las realidades de hoy con los ojos de Dios, para encender e iluminar con la llama de la fe los corazones de los hombres, en un momento histórico de desaliento y de crisis social, económica, moral y de predominio de la negatividad.
Significa haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para la Iglesia una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere «adoctrinarlo» en piedras muertas para lanzarlas contra los demás.
Significa haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se esconden incluso detrás de las enseñan- zas de la Iglesia o detrás de las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar…
La experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no significa en modo alguno disminuir la importancia de las fórmulas: son necesarias; la importancia de las leyes y de los mandamientos divinos, sino exaltar la grandeza del ver- dadero Dios que no nos trata según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia (cf. Rm 3,21-30; Sal 129; Lc 11,37-54). Significa superar las tentaciones constantes del hermano mayor (cf. Lc 15,25-32) y de los obreros celosos (cf. Mt 20,1-16). Más aún, significa valorar más las leyes y los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario (cf. Mc 2,27).
El beato Pablo VI decía con espléndidas palabras: «Podemos pensar que nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una llama de amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan de salvación […]. En Cristo, Dios se revela infinitamente bueno […]. Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es –digámoslo llorando– bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce, inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así– el día en que nosotros queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad, perdóname”. He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte en la alegría de Dios.
Para la Iglesia, en realidad, concluir el Sínodo significa volver verdaderamente a «caminar juntos» para llevar a todas las partes del mundo, a cada diócesis, a cada comunidad y a cada situación la luz del Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo de la misericordia de Dios.