Pensando en tu vida, voy a hacer mías las palabras de Isabel a María cuando la recibió en su casa y te digo: “¡Dichoso tú que has creído!”
Querido Enrique:
He aquí que has llegado a tu verdadera Casa para empezar el Año Nuevo en la alegría de tu Señor! Pensando en tu vida, voy a hacer mías las palabras de Isabel a María cuando la recibió en su casa y te digo: “¡Dichoso tú que has creído!” porque has vivido consecuentemente a tu fe.
Dichoso tu, Enrique, que has creído en Jesús de Nazaret y has querido seguirle a Él todos los días de tu vida.
Dichoso tú que has apostado en la felicidad que da el compartir la vida de la gente sencilla, como lo hizo Jesús en Nazaret, y pudiste gozar de ella.
Dichoso tú que supiste vivir en comunidad con Humberto durante 53 años, sufriendo por las dificultades de la relación pero siempre capaz de reanudarla en el perdón dado y recibido.
Dichoso tú que has creído en la amistad y la has ofrecida y acogida consciente del valor inmenso que ella tiene.
Dichoso tú que, al encontrar a una persona, sabías mirarla a los ojos estando totalmente presente a ella.
Dichoso tú que has sabido dar y recibir cariño.
Dichoso tú que has creído en la importancia y la dignidad del trabajo manual y lo has vivido con satisfacción, ayudando a otros a vivirlo así.
Dichoso tú que, parco de palabras, sabías también compartir con gusto y con detalles lo que estabas viviendo.
Dichoso tú que en el último encuentro entre hermanos de la Región pudiste decir tu palabra con sabiduría y con paz.
Dichoso tú que fuiste escuchado con respeto y admiración por tus hermanos.
Dichoso tú que has sido fiel en la oración a tu Señor.
Dichoso tú que celebrabas la Misa lentamente, dando peso a cada palabra.
Dichoso tú que pudiste partir el Pan de la Vida y el pan que fue tu vida.
Dichoso tú que al salir de la operación de hace dos años pudiste responder, al que te preguntaba cómo estabas, “estoy en paz”.
Dichoso tú que supiste reconocer la necesidad de recibir ayuda para las cosas de todos los días y al mismo tiempo luchaste para ser más independiente.
Dichoso tú que pudiste decir, en los últimos tiempos, “Estoy listo para irme”.
Por mi parte, le agradezco al Señor haberte conocido. Cuando yo llegué, en el 1985, tú ya estabas en Holguín y a ti y a Humberto los conocí cuando venían aquí a La Habana por uno u otro motivo. Pero en estas ocasiones pudimos conversar y entre nosotros hubo una buena confianza.
Hoy en el Evangelio Natanael le dice a Felipe: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” Y Felipe le responde: “Ven y verás”. Estar en tu despedida me dio la oportunidad de tocar con mano el Nazaret tuyo y de Humberto, el Nazaret de la Colorada, y apreciar todo lo bueno que se vive allí. ¡Cuánto han sido queridos, ustedes los hermanos, en su barrio, por sus amigos, por la Iglesia de Holguín! ¡Cuánta amistad con ustedes y entre las personas que su presencia allí ha hecho encontrarse y quererse en solidaridad los unos con los otros! ¡Cuanta cercanía contigo, cuánto cuidado te han proporcionado las personas amigas! Pienso en todas, pero especialmente en Chester y Melba que se han quedado en el Hospital todo el tiempo, pendientes de ti…
Desde la mañana del 31 fue un desfile de personas que te querían y venían a llorar con nosotros tu partida. Me ha conmovido el respeto y el silencio de todos: ni una música se oyó en la noche del 31, y todas las personas pasaban a saludarte, a estar un rato, algunas se quedaron horas o toda la noche. Las vecinas iban y venían preparando café para todos. Mons. Emilio estuvo presente a cada momento, al tanto de todo, previniendo dificultades, resolviendo cosas. El diálogo con los hermanos fue continuo para todos los detalles. La Misa fue sencilla, como te hubiera gustado, con mucho espacio para los testimonios. Al finalizar la celebración, el carro no había llegado y nos quedamos un rato largo a la puerta de la Iglesia, cantando y rezando sin impaciencia, como aprovechando la posibilidad de poder quedar un rato más contigo.
En el cementerio te acogió un sepulcro en el que había ya otras personas – como “uno de tantos”. El llanto inconsolable de una amiga tuya “¡Ah, mi viejito, mi viejito!” hizo de trasfondo a las palabras de Bendición del obispo… Me pareció una coronación de tu vida, dada a Dios y a su pueblo más pobre.
Enrique, tú ya has llegado… ayúdanos a ser fieles cada día a nuestro Nazaret, allí donde el Señor nos ha llamado a vivir.
Emanuela, hta de Jesús