La pequeña liturgia de la vida cotidiana

Jean- François vive en Toulouse con Benoît, Jacques y Michel. Trabaja como enfermero y en los dos pequeños acontecimientos de la vida coti- diana que nos describe en su diario, nos cuenta que todo lo que hace (trabajo, encuentros, desplazamientos…) puede convertirse en oración.

-de Jean-François

Queridos hermanos:
Desde mi entrada en la Fraternidad en el 2003 sólo he escrito un diario, justo cuando acababa de empezar mi postulantado. Y debo añadir, que fue Guillaume Nicolas, que me acompañaba, quien me animó a hacerlo. Me acuerdo que recibí muchas contestaciones, cartas de hermanos provenientes de todas partes del mundo. Esto fue para mí una enorme sorpresa porque no lo esperaba y una gran alegría que me ha marcado profundamente hasta hoy. Sentí de forma muy palpable que formaba parte de una gran familia (universal) que me tendía los brazos. Luego no me han faltado ocasiones ni ganas para escribir un diario, pero tenía tantas cosas que explicar, que no sabía por dónde empezar. Después el tiempo ha pasado muy deprisa, marcado por alegrías pero también por períodos difíciles, a veces con desánimo, cansancio y pereza. Hoy, después de un tiempo de gran cansancio debido sobre todo al trabajo y como el cansancio persistía, me dieron de baja; paradójicamente las ganas de escribir me llegaron de repente durante la Semana Santa. ¡Me desperté! ¡Aleluya! Entonces me vino la idea de retomar la pluma para dar unas cuantas pinceladas, sencillas, retomando cosas desde mis inicios en la Fraternidad. Una buena ocasión para rememorar todas las gracias recibidas e implicaros en la alabanza que me brota ya que todos somos hermanos de una única familia: la humanidad. Esta implicación también construye y consolida nuestros lazos fraternos más allá de las distancias y esto da ánimos. He aquí la primera pincelada de un cuadro pintado por el Espíritu Santo.

Cuando estuve en el Noviciado no trabajé fuera, sino que me quedé en la fraternidad. Me ocupaba, entre otras cosas, de ir a comprar para la semana al gran supermercado, cerca de la Thoberte, en el que había siempre muchísima gente. Jean-Michel, que era en aquel momento nuestro responsable, me dejaba delante del supermercado y me recogía a la salida (no le gustaba entrar en este gran almacén). Un lugar impresionante por sus dimensiones; mucha gente venía incluso desde Marsella, unos veinte kilómetros, para hacer su compra. La gente se empujaba en los pasillos, yendo de un estante a otro para llenar sus carros que desbordaban de provisiones. Solía haber gran- des colas en las horas punta y los días de fiesta era una pesadilla porque el frenesí llegaba al límite. Se palpaba un ambiente de tensión que volvía a la gente nerviosa e impaciente. Esto me estresaba muchísimo y me ponía casi enfermo. En poco tiempo me tomé las cosas de otra manera: iba allí como un turista, paseándome una o dos horas… para rezar me decía: “¿alguien pensará en Dios en este lugar, en medio de todo este frenesí? ¿Alguien reza?”. Me gustaba ir de este modo, me acostumbré y continúo haciéndolo. Un día me paré mucho rato delante del puesto de pescado para disfrutar mirando los diferentes tipos de pescados. Un hombre se me acercó sin que me diera cuenta y me dijo bajito en el oído: “¡qué hermoso es este pescado!” señalando al mismo que yo estaba mirando. Nos dio la impresión, de forma muy natural, que nos conocíamos desde Adán y Eva; y surgió un intercambio muy
Alrededores de Aubagne simpático, profundo y fraterno delante de este pescado… Como si nos encontráramos solos frente al mar, alabando la creación y todo lo que contiene. Fue para mí algo increíble: estuvimos completamente fuera del tiempo y fuera de todo aquel ajetreo que había a nuestro alrededor. Esta conversación aparentemente insignificante y completamente anodina, por raro que parezca, ha marcado mi memoria. Enseguida me vino a la mente, después de este encuentro, que había sido para mí un guiño del cielo, una sorpresa inesperada del Espíritu Santo. Es importante prestar atención a las pequeñas cosas de la vida cotidiana porque para mis ojos, es en lo infinitamente pequeño donde se manifiesta lo infinitamente grande y por esta “pequeña” vía Dios me da (al pobre tipo que soy) la gracia de poderle contemplar primero y luego alabarlo por la alegría profunda y serena que esto suscita.

Otra historia pequeña que, a modo de pincelada de este cuadro personal pintado por el Espíritu, quiero compartir con vosotros es la siguiente: Transcurre en el hospital, en el ambiente de trabajo donde pasamos una buena parte de nuestra vida. Poco antes de entrar en la Fraternidad me pasó algo importante para mi vida, algo que me despertó más a la presencia divina que hay en cada cosa y sobre todo en las más pequeñas, las más anodinas que son las que forman el tejido de nuestra vida cotidiana. Gracias a esta historia, de apariencia banal, me di cuenta más tarde que el Espíritu había sembrado una pequeña piedra en el camino que terminó por conducirme a la Fraternidad.
Antes de entrar en la Fraternidad, ya trabajaba como enfermero (lo que me hace pensar que esta orientación profesional fue también un ardid del Espíritu Santo…). En aquel entonces yo vivía en Estrasburgo, ciudad natal del hermano Carlos. Trabajaba en el servicio de cardiología de un hospital público. Formaba parte de un equipo muy solidario con el que he conservado fuertes lazos después de entrar en la Fraternidad. No calculábamos las horas extras y trabajábamos a gusto teniendo como prioridad al paciente del que nos preocupábamos mucho. Resumiendo, teníamos un comportamiento ético que compartíamos. Un día atendimos a una paciente corpulenta y muy simpática a quien debíamos administrarle antibióticos por vía intravenosa debido a la gravedad de una infección que amenazaba a su corazón. Todos mis colegas se concentraron intentando colocarle el catéter por el que le administraríamos los antibióticos, pero no lo conseguíamos porque tenía unas venas difíciles y su brazo grueso no facilitaba encontrarlas por estar muy escondidas y estropeadas por hospitalizaciones anteriores. Después de quince intentos (la paciente no temía los pinchazos), mis colegas trataron de negociar con el médico la toma oral, tampoco tuvieron éxito. Rotunda negativa. Era absolutamente necesario poner esta vía porque era la solución más adecuada y eficaz. Cuando llegué al trabajo, yo era el único que quedaba por intentarlo. Traté de convencer al médico para administrarle el antibiótico por vía oral, no tuve éxito. Entonces entré en la habitación de la paciente para explicarle la situación y, con otra colega, cada uno tomó un brazo intentando encontrar una vena por lo que la enferma estaba en cruz. Cuando se coloca un catéter, hay que concentrarse y decirse con seguridad: “es ahí donde voy a pinchar y no un milímetro más allá” para poder conseguirlo. Temblé por dentro porque no veía ni sentía ninguna vena y sabía que mis compañeros ya la habían “magullado” y no sabía dónde pinchar. Después de cinco minutos de exploración, empecé a sudar como si perdiera el control y las gotas de sudor aparecieron en mi frente después de una tentativa infructuosa; esto me desestabilizó. La paciente se dio cuenta y me dijo al instante, con una tranquilidad pasmosa: “puedes hacerlo tantas veces como sea necesario, no tengo miedo a los pinchazos”. Esto al principio me tranquilizó un poco, me relajó y me dió un poco más de confianza, pero sin ningún resultado. Frente a mi impotencia total, tuve durante algunos segundos la intención de pedir socorro al Espíritu Santo ya que no había nada que hacer, la situación era desesperante. La sinceridad de mi grito me situó en un estado de abandono frente a mi total debilidad.

Luego, con el aliento de la paciente, pinché de nuevo su brazo voluminoso sin saber donde pinchaba mientras mi colega estaba ocupada con el otro brazo. Sin mirarme, me dice de pronto: “¡si lo logras, será un milagro!”. Le con- testé: “¡Mira Suzanne!” La sangre circulaba por el catéter porque había encontrado una vena. Nos detuvimos un momento, nos miramos los tres y sin decir una palabra, Suzanne salió como una flecha para contar a los demás que lo había logrado… y que era el mejor. Un sentimiento de orgullo me invadió brutalmente, como con ganas de darme golpes en el pecho como un gorila; hubiera sido muy fácil y tentador renunciar a otro intento… Después pensé: “¿puedes apropiarte lo que no te pertenece?” y sentí como un desapego interior que hizo desaparecer mi orgullo y me proporcionó paz ademas de una suave humildad que me hizo responder a las reacciones entusiastas de mis compañeros. Había sido sencillamente la suerte… por no decir la gracia. Esta paciente tenía que recibir los antibióticos durante cinco días; la perfusión aguantó exactamente cinco días y se obstruyó justo después de inyectarle la última vez…
Desde entonces recuerdo esta anécdota muchas veces, eso me ayuda porque ahora, cada vez que hago un gesto, me acuerdo e intento vivirlo con ese mismo espíritu. El día que descubrí los escritos de Teresita del Niño Jesús, tuve espontáneamente esta reacción: “¡Es exactamente eso de lo que se trata!” recordando esta historia y muchas otras. Vivir intensamente las cosas pequeñas para alabar a Dios, esa es una pequeña liturgia que puede dar color a todo un día sea cual sea la ocupación y el lugar donde uno esté: un supermercado, el trabajo, el transporte e incluso una conversación. “Todo lo que digáis, todo lo que hagáis, que sea siempre en el nombre del Señor Jesucristo, ofreciendo vuestra acción de gracias a Dios Padre”. (Col.3,17.23-24)

Disculpadme por haberme alargado al dar tantos detalles, pero es viviendo lo sencillo y lo concreto como uno llega a lo Grande. En lo infinitamente Pequeño y en todas las cosas buenas de la vida cotidiana es como celebramos. Sobre todo con aquéllos de los que no se habla nunca y que viven al margen de nuestra sociedad a pesar de tener tanto para dar.
Gracias por vuestra fraterna atención.

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