El grito de los pueblos

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Acabo de pasar tres semanas en las ermitas de Farlete (Zaragoza). ¡Estás loco! Me dirán los amigos cubanos. Solo en una ermita, ¡es inhumano! En la soledad no puede haber más que aburrimiento y miedo. ¿Cuántas veces me lo habrán dicho en La Habana desde hace cuatro años? Tenía muchos deseos de este tiempo un poco largo de soledad; intentar todavía encontrarme con el Dios de mi juventud, que se me escapaba de las manos, de la cabeza, del corazón. Los sabios dicen que somos nosotros quienes le escapamos, pero no son ellos los que viven en mí.

Nuestra pobre vida, sobre todo esta pobre vida de todos nuestros pueblos, grita hacia el Dios que se calla. Es terrible: ¿quién escucha el grito de tantos pueblos? Claro que hay muchos momentos que nos hacen acordarnos de Dios, que nos lo hacen tocar casi con el dedo; tantas gentes que encontramos que no le tienen más que a Él y que sin saberlo le transmiten. Pero hay veces en que ese silencio lo invade todo: clamor de los pueblos, de tantos abandonados a su suerte, Dios que se calla y a continuación un corazón, el mío que se reseca, que tiene miedo de terminar como un árbol viejo muerto. ¿Cómo se hacen sentir y ver la muerte, la miseria, la falta de sentido de tantas vidas y de tantos sufrimientos? Cuando todo eso se añade como un manto a la propia carga personal de cada uno, se vuelve insoportable. Por eso sentía la necesidad de encontrarme a solas con Dios, un poco como para pedirle cuentas.

De nuevo tomé conciencia del gran misterio de la inhabitación de Dios en el creyente, y por lo tanto en nosotros. Eso me pareció algo fenomenal, capaz de cambiar realmente mi vida, y de darle una nueva fuerza a nuestro caminar en seguimiento de Jesús, a nuestra consagración. “No vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). “Si alguno me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará y moraremos en él” (Jn 14). No hay que darle vueltas, es el corazón de nuestra fe.

Esto da un singular realismo a nuestra vocación de imitación de Jesús de Nazaret. En Nazaret, en cualquier pueblo, ciudad o en el campo, la inconcebible unión con Dios nos es prometida, ofrecida, dada, posibilitada. No es cuestión de un estilo de vida, de especialistas o de sabios, Jesús la promete a los pecadores, publicanos, a los pobres, basta con acogerle, abrirle tu corazón a la fe viva, al amor. Me alegro de que nuestra vida religiosa y contemplativa -¿por qué no?- pretenda satisfacerse con esta increíble promesa de Jesús. Porque de hecho lo pretende. Con Carlos de Foucauld y su imitación de Jesús de Nazaret no tenemos que crearnos un mundo aparte. ¿Para qué? Si es justamente en la vida ordinaria, en el corazón de las masas en donde Jesús nos espera con el don de la fe, y esa promesa increíble de hacer su morada entre nosotros. Es Jesús quien lo dice, no yo. Vivir en Jesús que Jesús viva en mí, tales son las dos caras de la moneda, la raíz, la razón, el anclaje de nuestra fe.

¡Vivir en Jesús, que Jesús viva en mí! Así pues es ante todo un asunto de vida. Jesús manifiesta ante todo una atención hecha de ternura y de compasión hacia toda vida, la mía y la de todos. Se trata de eso, de descubrir de nuevo el valor y la riqueza única de la vida, a pesar de todos los contrasentidos. La “práctica” de Jesús es muy importante para nosotros; ésta es bien difícil de determinar, pero si volvemos constantemente a los relatos evangélicos encontraremos algo de esta “práctica”. Sus gestos de misericordia y de ternura, su pasión por los pobres y los oprimidos de todo género, su libertad frente al poder de la ciencia, de la religión y del dinero, esa manera de suscitar el encuentro que engrandece y libera, esa pasión por el Reino que es a la vez pasión por comunicar a Dios y pasión por los hombres a salvar de la bancarrota total, esa mirada de Dios que abarca la vida, las personas, la sociedad bien concreta de su tiempo; todo eso es bastante más que una doctrina, aunque fuese de salvación, es una vida.

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